miércoles, 11 de marzo de 2009

Historias detectivescas para niños (II)

a la literatura policial para las primeras edades, asegura con toda justicia Marc Soriano en su libro La literatura para niños y jóvenes. Guía de exploración de sus grandes temas, que el policial juvenil se caracteriza por algo muy simple: “El universo moral de esas novelas es tranquilizador”. Obviamente, los adultos nunca se hubieran resignado a que sus niños consumieran una literatura que les llenara de un terror que no fuera otro que el de divertirse de terror. ¡Otra vez una paradoja en el mundo de las letras para niños!

Soriano cita los principios establecidos por la famosa editorial Hachette (Francia) para lograr la venta de estos productos, cuando alerta de que se trata de obras “sin crímenes ni excesiva violencia: los niños aman las emociones violentas pero desean al mismo tiempo que los tranquilicen. Los malos fracasan o son castigados. Por lo general se trata de individuos rechazados por la sociedad, bohemios (sic) contrabandistas (sic). Las virtudes morales son exaltadas y recompensadas. Las familias son acogedoras y saben cerrar sus ojos a las iniciativas algo osadas de sus hijos, al menos dentro de ciertos límites. En todo caso no hay malvados entre los padres (sic)”.

Obviamente, todo es un gran negocio para intranquilizar pero, sin demasiada intranquilidad, para atemorizar pero sin demasiado temor, para preocupar, pero sin grandes preocupaciones, al menos de índole real. Un negocio donde –por increíble que parezca– no hay más protagonista que el propio lector, atrapado mil veces como un tonto en la misma telaraña.

Estos niños detectives devienen héroes, en general algo pobres en su concepción tan esquemática y reiterativa, aunque a veces son más afortunados según el talento de su autor. Viven siempre “la mar de divertidos” (expresión textual de casi todos ellos), hacen excursiones solos –o con un adulto comprensivo que oportunamente se extravía en el camino– a lugares misteriosos o peligrosos, ya desde su nombre sugerentes, meriendan a todas horas platos deliciosos que despiertan el apetito en el lector, toman baños de mar, sacan instantáneas de aves y mamíferos para poner en práctica sus conocimientos de Botánica o Zoología (es decir, que son estudiosos) y, a la postre –cuando ya es descubierto el bandolero-contrabandista-bruto-abusador de niños–, son recompensados con el aplauso de un detective providencial que los salva en el peor momento, cuando las cosas se les ponían muy feas. Finalmente vendría el aplauso –tal vez más importante todavía que el anterior– de la sociedad, que es dado junto a un severo (en apariencia) regaño de sus padres, que los quieren y perdonan pese a todo, “estos hijos nuestros, con sus aventuras, cará”.

Este esquema se reitera con mayores o menores variantes en casi todas las novelas policiales para niños o adolescentes, claro, las hay más serias y mejor escritas que otras. Por ejemplo, si se leen los tres tomos de aventuras del detective Kalle Blomkvist, de Astrid Lindgren, el lector estará todo el tiempo en una carcajada perpetua pues la sabia autora de Pippa Mediaslargas dota a su personaje de una picardía e ingenio que le hacen el más simpático de los detectives, tal vez tan humano y falible (capaz de preocuparse con las pistas o de caer de una muralla y casi matarse) como la simpática Miss Marple de la Christie; a mi juicio, de sus criaturas más logradas.

En general, muchos de los grandes autores para niños se han sentido tentados alguna vez por la literatura policial. René Guillot, ese ecologista inveterado – al que se llamó con toda justicia “el Kipling de las letras francesas”– tuvo su serie de investigadores: Tres niños y un secreto, donde no podía faltar, novela policial al fin y al cabo- novela de Guillot, el consabido perro pastor de mascota.

María Gripe, siempre tan preocupada por los maltratos a la infancia, nos legó su humorística y alocada Mi tía, agente secreto –algo verdaderamente atípico en su creación– donde se da todo tipo de equívocos divertidos en una pensión muy singular de la campiña sueca. También en Agnes Cecilia o Los escarabajos vuelan al atardecer, se establece toda una indagatoria casi policial, y matizada de gran suspenso, en pos de familiares y personas que se pierden en el pasado.

La prolífica Cristine Nöstlinger en Filo entra en acción o en Olfato de detective se acerca con mesura y efectividad al popular género, sin dejar de hacer crítica social como en otras numerosas obras que la han hecho célebre en lectores de cualquier latitud.

Habría que hablar de ingleses como Malcolm Saville, un aficionado de la Blyton que fue famoso por su serie sobre los chicos del Club del Pino Solitario, o quizás de las novelas –interminables al parecer– de Robert Arthur sobre Alfred Hitchcock y los tres investigadores, donde se trata de mezclar el policiaco, los sobrenatural y el horror. Habría que hablar también de las series de internados y señoritas con sus tintes color rosa o las novelas Corín Tellado, donde el policial ocupa un lugar de preferencia en innumerables editoriales que promueven series juveniles. ¡Vende tan bien!

En España, por ejemplo, luego de los años del franquismo y con el impulso conferido a la literatura para niños y jóvenes, se le dio un estímulo notable a este tipo de literatura en las vertientes más heterogéneas. Están de una parte las series habituales de muchachos que tropiezan con el delito en un medio urbano y en sus más diversas manifestaciones, como el Oscar de Carmen Kurtz que fue emblemático, y también Los block de Montserrat del Amo i Pili. Pero además hay otras obras en la vertiente de la novela negra norteamericana como son las escritas por Juan Madrid, Andreu Martin, Jaume Rivera, Joaquín Carbó. Numerosos autores se suman a la nómina del policial en la península, encabezados tal vez por el prolífico Carlos Puerto (que además firma como Ulises Cabal) y entre otros, asimismo figura Miguel Ángel Mendo, Enrique Páez, así como muchos que lo asumen de forma humorística, satírica y con influencias de otras escuelas como la fantasía o ciencia ficción.


Un escritor tan notable como el catalán Joan Manuel Gisbert ha dado a sus más recientes aventuras un matiz eminentemente policial ya desde su propio título: El misterio de la mujer autómata, La frontera invisible, La voz de madrugada, El último enigma. Si antes le llamaron –por la evidente orientación de su obra– “El nuevo Julio Verne”, tal vez sería conveniente rebautizarle como ¿“El nuevo Conan Doyle”?

El policial, producto literario de venta, es de los más solicitados y de ahí su creciente difusión internacional altamente masiva. Como género considerado fronterizo, se nutre de elementos que lo hacen más diverso y atractivo a los ojos del lector. En el caso de la novela adulta, suele estar matizado de altas dosis de violencia, sexo (y hasta porno) y cuando se destina a los jóvenes siempre vendrá bajo diferente ropaje, ya sea novela especulativa, ciencia-ficción, obras de parasicología y, por supuesto, eternamente vinculado a algún proceso iniciático de los protagonistas.

En América también se ha extendido este tipo de novela y específicamente en Cuba. Luego de algunos exponentes aislados en los 80, al establecerse la Editorial Capitán San Luis, dedicada en sus inicios a este tipo de literatura, se vio una producción más estable. Vale recordar como antecedentes: El enigma de los esterlines (1980), de Antonio Benítez Rojo; El misterio de las cuevas del pirata (1981), de Rodolfo Pérez Valero; El secreto del colmillo colgante (1983), de Joel Franz Rosell; La aventura de la Cruz Pinera (1989), de Ricardo Ortega, y Las increíbles andanzas de Chirri, de Julia Calzadilla, publicada ese mismo año.

Por la editorial Capitán San Luis, en principio, se consolidaron dos series que, amén de su humorismo, cubanía y cotidianidad, siguieron el clásico esquema en tales casos: La niña investigadora Pilar de Espuma, de Olga Marta Pérez, quien se ve envuelta de pronto en los misterios, y otro tanto les ocurre a la tía Ágatha y los Pelusos de Enrique Pérez Díaz, unos gemelos que por arte de birlibirloque siempre descubren misterios que resuelven olímpicamente, junto a Migue, su primo policía y la novia de este, Florecita Chang –personajes compartidos entre ambas series.

Luego se sumarán a este catálogo de minilibros y plaquetes policiales para niños autores como Omar Felipe Mauri Sierra (y su serie de Antón y Burbuja), Olga Rodríguez Colón, Esther Suárez Durán, Soledad Cruz, Emilia Gallego, Pedro Oscar Godínez, Luis Cabrera Delgado (con la serie de Capote Blanco), Guiomar Venegas, Luis Rafael (y su colección de cuentos sobre el detective Perrín), Excilia Saldaña, entre otros que matizaron de acentos muy diferentes esta incipiente producción que daba sus primeros pasos en Cuba.

El cuento de nunca acabar y otros misterios, selección de Ediciones Unión (2005) resumirá de alguna manera los hitos más representativos de aquel período y la producción de los años posteriores.

¿Aporta pues algo el policial a la literatura infantil y juvenil?

Si ya de por sí la literatura para niños es considerada en ocasiones un género menor o un subgénero, ¿cómo podría esperarse que sea mirada la literatura policial-infantil?
Pese a cuanto se suele desestimar al género, nadie podrá objetar su inmensa popularidad y poderes de comunicación, la posibilidad que brinda a un lector –quizás no familiarizado con el acto de leer y sí abierto a temas más digeribles– para acceder a la lectura. Entrando por la cómoda puerta que le abre una trepidante historia que discurre a ritmo de tiros, fugas y saltos de un tren en marcha, castillos misteriosos y peligrosas bandas que acechan en las sombras, el lector inicial consigue prepararse para lo que luego constituirán lecturas más exigentes. Sin embargo, el policiaco –y así lo suelen ver sus autores y estudiosos– puede aportar mucho en cuanto a la prevención del delito, que es algo muy real y no ficticio y contra lo cual tendrá que vérselas algún día el niño, el adolescente o joven. De alguna manera, los relatos policiales, si son bien tratados, logran establecer una didáctica implícita que divulga principios éticos sanos, para prevenir, en el menor, actitudes negativas o en desacuerdo con cualquier dinámica social. Si se logra un héroe felizmente aceptado por los menores, serán sus cualidades humanas las que lo hagan más creíble e integral, al dejar de lado cualquier frío (e increíble) arquetipo de perfección.

¿Se trata el policial de una literatura con valores éticos, humanos, literarios o de cualquier otra índole?

Para responder esta pregunta, de ninguna manera se podría mirar al género en su conjunto sino a las obras aisladamente. No porque una novela sea psicológica, histórica o que defienda determinada tesis, tendrá que ser necesariamente buena. Entonces, no porque una novela sea policíaca, de misterio o suspenso, necesariamente resultará una obra menor. En cualquier género descuellan obras magistrales mientras otras resultan verdaderos engendros; en cualquier modalidad literaria existen autores populares y otros que nunca son descubiertos por el lector. En cualquier contexto se dan obras maestras, que con su paso marcaron a la sociedad y la historia de la literatura universal. ¿Qué las hizo permanecer, parecer sublimes para muchos e inobjetables para los críticos? ¿Tal vez el talento y oficio de su autor? ¿Tal vez la propaganda de que fueron objeto cuando su aparición? ¿Tal vez su originalidad a toda prueba? ¿Quién puede saberlo? Este, como el de la creación en sí misma, es un gran misterio, un misterio más, ciertamente muy digno de la mejor novela policial.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

a ver, no publiqueis tochacos que nadie lee.
o si no, resumir un poco.

Anónimo dijo...

¿Quien ha escrito eso?